(Desbarre usando como motivo los cierres de locales más o menos míticos de renta antigua.)
A vivir con el corazón partido aprendes –o
no, pero esa es otra historia- el primer día que eres consciente de que si
compras la bolsa de pipas no podrás llevarte más moras de gominola ni otra
peseta de gusanos de regaliz. Es lo que tiene la propina corta autogestionada
frente a la paciente kioskera. (Supongo que a eso era a lo que se referían en
catequesis con el “uso de razón”, pero al final eran las vísceras las que
decidían, la gula, el recuerdo –siempre afectivo- del sabor de cada una de esas
“delicatessen” en la lengua, en la boca, y sobre todo la anticipación de los
placeres que producirían unos minutos después, en la calle o en el cuarto de
estar de casa –según la estación del año-.)
Es peor lo del cerebro dividido.
Te pasas la vida creyendo que un día
crecerás, serás mayor, una adulta, y una vez valoradas las razones, los pros y
los contras de cada cosa, tu cerebro emitirá una respuesta: “Mejor opción” a
uno de los lados del debate. Y eso resolverá, cerrará tu discusión interior, y
te colocará –para siempre, o sea hasta que nuevos datos obliguen a un nuevo
análisis- en una posición.
Pero eso no siempre pasa. O no me pasa.
Para muchas cosas, en muchos temas, sigo
coleccionando abiertas listas, cada vez más amplias, de motivos, a favor y en
contra. Y no hay manera. Mi cerebro no emite tarjeta ninguna, sigue rumiando
datos.
Y eso es lo que mi cerebro hace aún hoy,
veinte años después de la primera consideración, con uno de los temas estrella
de la temporada, el final de los contratos de alquiler de locales con renta
antigua.
A una parte de mí le duele horrores que la
fisonomía de las ciudades que amo, de las calles en las que tengo afectos, sean
cada vez más unas el reflejo de otras, que cada calle comercial -“calle Santiago”- de distintas ciudades de
diferentes continentes se pueda recorrer siguiendo idénticas franquicias en
parecido orden. Pero eso es también cosa del corazón, así que tampoco es objeto
de esta reflexión.
Una parte de mí lamenta el cierre de locales
normalmente pequeños, tiendas y bares cada vez más únicos, en los que puede que
no haya entrado ni un par de veces. Algunos son lugares oscuros, que siempre mantuvieron ese fondo de
aroma a cloaca que suele acompañar al centro de nuestra ciudad, con dueños, encargados,
dependientes y muchas dependientas que siempre te miraban por encima del hombro
y en que los que jamás se entró siquiera a considerar que el cliente tuviera,
nunca, razón. Otros –aunque la parte del personal sin sonrisa se mantenga a
veces- son sitios que forman parte de mi historia ciudadana y/o de la personal,
y están o estaban llenos de objetos mágicos como aquellas mercerías llenas de
cajones con los más increíbles colores de bobinas de hilo o botones de casi
infinitos tamaños y colores; esas tiendas de ultramarinos con preciosas
balanzas antiguas –alguna con sospechas de que el peso no era tan exacto como
debiera- en las que todo –desde los embutidos y los encurtidos a los dulces de
navidad, los caramelos, las legumbres o la comida para el pájaro- se compraba
por múltiplos de cuarto de kilo –esa medida cuya comprensión te hacía sentir “muy
mayor”- y se envolvía en papel parafinado o en cucuruchos de superresistente papel
de estraza gris; aquellas papelerías con mil tipos de pinturas y papel en un
millón de colores donde descubrimos los bolígrafos de cuatro ¡y hasta de seis! colores;
las tiendas de sombreros, guantes y medias –la única lencería en los escaparates
de mi infancia- que hacían que las niñas nos pusiéramos de puntillas para espiar
el mundo de las mujeres; las tiendas de telas con innumerables colores y texturas;
las de ropa –desear lo que gustaría llevar- y las de zapatos –el olor del cuero-; las jugueterías
con escaparates a ras del suelo en el que nos sentábamos o acuclillábamos largo
rato para escribir nuestra carta a los reyes; las precursoras de las tiendas de
veinteduros donde todo parecía necesario y/o apetecible; las relojerías -ratos
mirando el movimiento de las maquinarias, extraño gusto de alguien que casi
nunca lleva reloj-; las confiterías y pastelerías a cuyos escaparates les
salían narices chatas de agujeros abiertos y vahos infantiles; los cines en los que por primera vez entramos
en lugares lejanos, pensamos en otras realidades o alguien nos cogió una mano o
nos tocó como de refilón una rodilla; los bares a los que nos llevaban los
abuelos, y padres y tíos, y un día –¡por fin, tan mayores!- eran nuestro
territorio con la pandilla…
Terminado el recuento del corazón, mi cerebro
sigue deseando que no desaparezcan de mis calles locales abiertos y en
funcionamiento que formen parte de mi geografía y me permitan hacer la compra,
tomar algo –un café, un vino, una cerveza, una copa, un pincho, una ración,
incluso una comida “de verdad”-, charlar un rato o pararme a mirar por mis
calles. Y elige para caminar aquellas calles en las que hay vida, aunque la
medida objetiva diga que ese es el camino más largo.
Pero mi cerebro dice también que alguno de
esos locales ha tenido veinte años de prórroga siendo competencia desleal –muchos de sus
titulares son muy de eso de la competencia- para el comerciante de al lado, que
pagaba hasta diez veces más por el mismo espacio dedicado a la misma actividad.
Y que alguno de esos locales podía permitirse haber pagado un precio más
elevado –como hicieron algunos, pactando, durante esos veinte años de
prórroga-.
Y mi cerebro sigue poniendo razones de un
lado y de otro. Y no acaba.
Así que hoy, en esto, confieso, cerebro dividido.